jueves, 6 de marzo de 2014

Luis Villoro, por Juan Villoro






La taquería revolucionaria
Juan Villoro
Mi padre, que detesta las anécdotas personales, ha contado mil veces la escena que más lo horrorizó en su juventud. Todo ocurrió en una polvosa hacienda de San Luis Potosí, pero para entender ese momento de condensación hay que retroceder en el tiempo.
Luis Villoro Toranzo nació en Barcelona en 1922. Su madre era potosina y estaba casada con un aragonés de La Portellada, pueblo que hoy en día tiene trescientos habitantes. Doscientos de ellos se apellidan Villoro (no es de extrañar que en ese sitio redundante, por no decir incestuoso, mi abuelo se llamara Miguel Villoro Villoro).
Las fechas nunca han sido una especialidad familiar. No sabemos muy bien qué edad tenía mi padre cuando perdió al suyo, pero debe haber rondado los siete años. Mi abuela quedó viuda, con tres hijos, en un país que se descomponía rumbo a la Guerra civil. Volvió a México y mis tíos y mi padre fueron a dar a internados de jesuitas.
Mi padre creció cerca de Namur, en Bélgica. Aprendió latín, fue campeón de oratoria, llegó a obtener la nota más alta en francés y logró el milagro de ser feliz en un ambiente de severidad y reclusión. Su hermano Miguel sufrió con el aislamiento pero encontró ahí su vocación de jesuita.

En la Facultad de Filosofía de la Universidad Michoacana Foto: La Jornada Michoacán
Como tantas familias, la mía se vio afectada por el delirio expansionista de Hitler. Cuando mi padre llegó a la adolescencia, Europa se preparaba para la guerra, así es que se reunió en México con su madre e ingresó a Bachilleratos, la preparatoria de los jesuitas.
El dinero de la familia provenía de haciendas que producían mezcal. La escena definitiva de mi padre ocurrió en una de ellas, Cerro Prieto, que hoy es una ruina fantasmagórica.
Los peones de la hacienda se formaron en fila para darle la bienvenida y le besaron la mano. Mi padre vivió el momento más oprobioso de su vida. Ancianos con las manos lastimadas por trabajar la tierra le dijeron “patroncito”. ¿Qué demencial organización del mundo permitía que un hombre cargado de años se humillara de ese modo ante un señorito llegado de ultramar? Mi padre sintió una vergüenza casi física. Supo, amargamente, que pertenecía al rango de los explotadores.
Su vida pródiga se entiende como un valiente ejercicio de expiar la agraviante escena de la que todo se deriva. Su familia era monárquica y franquista, y él comenzó a poner en duda el sistema de valores en que había crecido. Buscó otra España y, como le ocurriría con frecuencia, la encontró en la forma de una mujer hermosa. Se enamoró de Gloria Miaja, hija del general republicano que había defendido Madrid.
El destino depende más de lo que se descarta que de lo que se realiza. Mi padre y sus sucesores dependemos de que no haya podido casarse con la hija de un militarrojo de pésimo carácter.
Para entender su país de adopción, dirigió la mirada a los españoles que en la Colonia pasaron por un trance similar al suyo. Clavijero, Las Casas y Tata Vasco fueron sus ejemplos. Su primer libro, Los grandes momentos del indigenismo en México, narra los afanes de los misioneros ilustrados que se pusieron de parte de la causa indígena.

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