Por María Eugenia Mendoza Arrubarrena
Cual cachorros ansiosos en una tienda de mascotas, ese 23 de abril de 2010, millones de libros aguardaban en los anaqueles de librerías, papelerías, tiendas departamentales y de autoservicio, tenderetes callejeros, puestos de periódicos, en los estands colocados aquí y allá en universidades, plazas y otros lugares públicos, en donde se celebraría la fiesta de los libros, para ser adquiridos por emocionados lectores.
Los libros dejaban volar su imaginación y se hacían ilusiones de encontrarse con lectores amorosos y cuidadosos, que les proporcionarían un hogar y todos los cuidados que requieren, que hasta eso, reflexionaban, no son tantos como los que demanda un cachorrito (y conste que no tienen nada en contra de los cachorritos caninos y mucho menos felinos). Se conformaban con ser colocados al alcance de todos los habitantes de la casa, en un lugar bien ventilado, sin mucha humedad, en donde no acumulen mucho polvo sobre sus superficies. Deseaban, eso sí que los liberaran de la cubierta plástica, muy útil mientras están en exhibición, pero asfixiante cuando ya han salido del punto de venta, además, los libros retractilados dan la impresión de que han sido olvidados y abandonados.
Ese día, su día, cuando en el ambiente se percibía el perfume de rosas y tinta, hubo libros que soñaron con un mundo de lectores decidido a construir la paz. Muchos otros, entre ellos los de historia, guardaron silencio.
Pasado el jolgorio y una vez instalados, los más tímidos (medio acomplejados porque no ostentaban en su lomo y portada el nombre de un reconocido autor, un título muy sugerente o la imagen de personajes populares), están dispuestos a esperar pacientemente a que la mano que los seleccionó o alguien que pase frente a ellos los abra, comience a pasar sus dedos por sus páginas, los lea y descubra lo que se traen entre hojas.
Algunos románticos, sobre todo los de poesía, sueñan con establecer un diálogo íntimo con su lector y seducirlo al grado de que no pueda resistir la tentación de memorizar unos versos para cantárselos a sus seres queridos o hablar de ellos con esa emoción que sólo un poeta puede inspirar. Y aunque sus lectores sólo lean unas páginas, unos cuantos versos, los anima la ilusión de que regresarán más adelante, quizá cuando estén enamorados o un tanto descorazonados.
Los libros de arte, arquitectura, viajes, gastronomía, decoración, automóviles, ciencias y muchos más están convencidos de que además de estar destinados a la lectura, los lectores les confieren cualidad de decorativos, están ahí para darles distición en los lugares más visibles de las casas.
Claro que no faltan los libros que se sienten el ombligo del mundo y una vez en manos de quien los eligió actúan como si de veras fueran inocentes cachorros, pero a la menor provocación sus agudos dientes se clavan en sus manos y no dudan en someterlo para que no los suelten hasta llegar al punto final de la última página y eso quién sabe, porque esos libros obligan a la relectura una y otra vez. Eso de que los libros no muerden únicamente los que nunca han leído uno de éstos podrán creerlo, porque para quienes han caído redonditos en sus fauces no hay antídoto, aunque si lo hubiera estos libros están seguros de que no habría buen lector que lo tomara.
Algunos libros son tan sabios que reconocen que no hay un solo destino para ellos, lo saben bien y, por supuesto que desean que se cumplan los que tuvieron en mente autores, editores y toda la gente que participa en su creación y distribución: ser leídos en silencio o en voz alta; gozados o sufridos, compartidos, comentados, recomendados, obsequiados, atesorados, heredados. Por desgracia para algunos (que preferirían ignorarlo), los que son devueltos por no haberse vendido ni siquiera a precios muy rebajados, los que son descatalogados y arrumbados en cajas, y sólo generan gastos por ocupar metros cuadrados en un almacén, su destino es la guillotina (por más terrible que se oiga), para ser convertidos en serpentinas y confeti y vendidos por kilo a las papeleras para reciclar. Pero sobre este asunto mejor no querían ni pensar y menos en su día de fiesta.
Fotografías: Percival Argüero