300 años escribiendo con buena letra
Un reducido grupo de ilustrados fundó la Academia en 1713
Buscaban dotar a la lengua española de un diccionario que
estuviese a la altura de otros idiomas
Tentaciones de verano
TEREIXA CONSTENLA
Al principio fue el honor. Al marqués de Villena, y sus
siete amigos de tertulia, les escocía que la decadencia política contaminase el
reino de las palabras. Invariablemente en cada sesión que celebraban en el
palacio de la madrileña plaza de las Descalzas acababan asomados al vacío:
España carecía de un diccionario digno de su lengua. Lo tenían Francia, Italia,
Inglaterra y Portugal. Pero el país que había esparcido su idioma por todo un
continente en los siglos anteriores no tenía un inventario que ayudase a
distinguir el grano de la paja, una obra que fijase el retrato-robot de una
lengua que venía de días de gloria (el XVII) y que corría el riesgo de
despeñarse hacia la insulsez o el deterioro si nadie la documentaba.
Lo inusual es que llevaron su idea a la práctica. Y el 3 de
agosto de 1713, en su tertulia del palacio de Villena, los ocho amigos,
reforzados con tres integrantes nuevos, levantaron un acta pragmática —en ella
establecen las tareas que han de acometer y cómo han de hacerlo para redactar
el Diccionario de autoridades— que se considera el acta fundacional de la Real
Academia Española. Hoy se cumplen 300 años de aquella sesión quijotesca. ¿O no
rozaba lo imposible el afán de aquellos 11 ilustrados sin especial formación
lingüística?
Lo hicieron. Una proeza en tan solo 26 años, en palabras de
Fernando Lázaro Carreter, que dedicó su discurso de ingreso en la RAE en 1972 a
la aventura iniciada por Villena y compañía. “Este ‘tan solo’ alude al hecho de
que la Academia Francesa tardó 65 en desempeñar una tarea de alcance mucho más
limitado. Seis copiosos volúmenes, con un total de más de 4.000 páginas, en
cuarto mayor, fueron el resultado de esa acción, una de las más esforzadas de
que pueda ufanarse la cultura española”, elogió el filólogo que permaneció al
frente de la RAE seis años.
Su publicación con 42.000 palabras fue, en opinión del
actual director, José Manuel Blecua, “el momento de más éxito” de la Academia,
que en menos de un siglo materializa obras notables: el Diccionario de autoridades
(llamado así por los ejemplos que acompañan a los vocablos), la Ortografía, la
Gramática y el Diccionario chico (el de autoridades sin autoridades). “El
actual es heredero directo de aquel de 1780”, señala el secretario actual,
Darío Villanueva. En 2014 se publicará la versión vigésimo tercera. Villanueva
lo ve “el final de un ciclo”, teniendo en cuenta la dependencia de la
inmediatez que ha propiciado la cultura tecnológica.
Nada que se cuestionaran aquellos fundadores que aún
debieron aguardar un tiempo hasta su confirmación. El Consejo de Castilla
bloqueó la bendición del rey —la razón más benigna era la duda sobre su
capacidad para redactar el diccionario— hasta donde pudo, pero finalmente
Felipe V, el francés que había desembarcado en el trono español tras una guerra
larga, la autorizó mediante una cédula real el tres de octubre de 1714. Cuando
se aprueben los estatutos, la Academia pasará a contar con 24 miembros.
El lema, con una abeja sobre flores, estuvo a punto de ser:
Aprueba y reprueba
“Los fundadores son un grupo de novatores, un título
despectivo para referirse a los reformistas que se dan cuenta de que España
necesita abrirse a Europa, superar la escolástica y tener una historia
crítica”, señala Víctor García de la Concha, que ultima una historia de la
institución que dirigió 12 años. “En muy poco tiempo”, prosigue, “aunque a
ellos les pareció mucho, estos hombres que no eran lexicógrafos ni tenían
archivos crean el diccionario”.
Contra viento y marea. Aunque alguno de los paladines de la
lengua se desplazase en mula. Darío Villanueva recuerda un acta de 1726 donde
se plasman las desgracias de Fernando del Bustillo: “Escribe que ha estado 50
días en la cama con dolores causados por gota, que no puede apoyar los pies y
que además se le ha muerto la mula y pide ayuda para comprar otra que le
permita ir a las reuniones de los jueves”.
De los tiempos en los que las sesiones se celebraban en los
domicilios de sus directores (el marqués de Villena y sus descendientes o José
de Carvajal y Lancáster, hasta 1754 no lograron un departamento cedido por
Fernando VI en la Real Casa del Tesoro) arrancan tradiciones perpetuadas hasta
hoy: los plenos de los jueves, el tratamiento de “excelentísima” o las
votaciones secretas. En una de ellas se eligió el emblema: el crisol con la
leyenda “Limpia, fija y da esplendor”. Un lema que no suscitó aplausos
universales, aunque los críticos tal vez se replegaron al descubrir que
rivalizó con una abeja volando sobre un campo de flores con la leyenda “Aprueba
y reprueba”.
Benavente creía que el ingreso abría la puerta a la muerte y
no a la inmortalidad
Lo que no se remonta a los orígenes son los discursos de
ingreso. “Comienzan en el XIX, cuando se hace casi una refundación con el afán
de acercarla a la sociedad. Hasta entonces los nuevos se incorporaban en una
sesión normal. A partir de 1847 se le quiere dar mayor solemnidad y se
organizan con un discurso público y uno de contestación”, señala Pedro Álvarez
de Miranda, que dedicó el suyo en junio de 2011 a glosar los de otros.
Los hubo en verso (José Zorrilla y José García Nieto) y...
no los hubo por voluntad del electo: Miguel de Unamuno o Antonio Machado (“fue
elegido en 1921, hizo un intento para escribir el discurso pero no lo concluyó,
es difícil imaginarlo embutido en un frac”). Ninguno llegó a la altura de
Jacinto Benavente, cuya relación con la RAE frisó la patología. “Decía que el
ingreso de la Academia, en lugar de proporcionar la inmortalidad, aceleraba la
muerte. Se dirigió a la RAE para indicar que no quería ingresar. Finalmente lo
hicieron académico honorario”, detalla Álvarez de Miranda. Un académico es para
siempre. Así lo constató el actor Fernando Fernán Gómez, cuando ofreció sin
éxito su sillón a Víctor García de la Concha después de que sus piernas
hubieran “ganado la batalla” hasta impedirle acudir a las sesiones.
Guste o no a quienes gobiernen el sillón es vitalicio. Pero
la institución ha penado por ello y no siempre ha logrado frenar las
embestidas. La académica Carmen Iglesias, comisaria de la exposición La lengua
y la palabra. 300 años de la RAE, que se inaugurará el 26 de septiembre, señala
que “las verdaderas intervenciones del poder político se dieron en regímenes
autoritarios o con dictadores”.
Ocurrió con Fernando VII, que ordenó expulsar a los
afrancesados; con Miguel Primo de Rivera, que impuso académicos regionales y
trató de vetar a Niceto Alcalá-Zamora, y con Franco, que en 1941 envió una
lista con los que no deben estar. “La RAE tuvo la dignidad de resistir las
presiones del régimen para cubrir las vacantes de los cinco académicos
exiliados”, indica Álvarez de Miranda. La entereza de la institución se coronó
con una histórica sesión, el 3 de mayo de 1976, cuando Salvador de Madariaga,
uno de esos desterrados, leyó su discurso de ingreso cuarenta años después de
su elección.
Carmen Conde, primera académica, entre Gonzalo Torrente Ballester y Manuel Terán en su ingreso.
/ MARISA FLÓREZ
Donde la historia de la Academia desluce es en su relación
con las mujeres. Las académicas han entrado con cuentagotas (nueve, la última
electa es Aurora Egido) y solo a partir de 1978 con la poeta Carmen Conde. “Es el
reflejo de un fenómeno general de la sociedad, donde la mujer se encuentra en
una situación de discriminación”, esgrime Blecua. Los deslices más sonados se
cometieron con Emilia Pardo-Bazán, que se postuló para entrar (lo propio de
aquellos días del XIX) sin ningún éxito, y con María Moliner, que perdió la
votación frente al filólogo Emilio Alarcos. “No me atrevo a decir que fue una
injusticia pero fue una lástima que no se hubieran presentado por separado. Si
no hubiera enfermado en sus últimos años creo que sus valedores la habrían
convencido para presentarse otra vez”, aventura Álvarez de Miranda, que en
descargo de la española recuerda que la primera académica francesa fue
Marguerite Yourcenar en 1981.
Mirando atrás, la Academia puede considerar su misión
cumplida. Lleva inventariando el español tres siglos. Incluso sorteó el riesgo
de la fragmentación idiomática en un contexto tan delicado como el de la
fragmentación política del XIX. Víctor García de la Concha recuerda que, tras
los procesos de independencia, se dio “un intento de ruptura de la unidad de la
lengua para definir el español de América frente al español de España”. Él
defiende que uno de los mayores servicios de la RAE fue la habilidad para
salvar aquella amenaza tendiendo la mano de igual a igual a las jóvenes
naciones con el nombramiento de académicos correspondientes que luego fundaron
sus respectivas instituciones, germen de la actual política panhispánica de la
casa. “Hay que salvaguardar la lengua siempre como un espacio de diálogo”,
proclama García de la Concha. Durante un tiempo las palabras fueron el único
puente entre la vieja potencia y sus antiguas colonias.
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