Dulces para la ofrenda (Museo de Culturas Populares, Coyoacán)
¿Quién se ríe de quién?
‒¿Por
qué te empeñas en ignorarme? Mírame bien. Estoy a punto de cumplir un siglo.
Contesta, Flaca, no finjas sordera, siento cada vez más cercana tu gélida
presencia. ‒Micaela sostiene su acostumbrado y acalorado soliloquio nocturno,
tras asegurarse de que nadie la oye, no vayan a tacharla de loca‒. Pensarás que
a cien años de andar por estos lares me siento inmortal, que no deseo irme. Gracias,
pero ya fue suficiente. Apiádate de mí. Te burlaste de mí cuando me arrebataste
a Juanito, al llevártelo la noche en que nació. Te supliqué que me eligieras, pero
no, cómo ibas a escuchar a una mocosa de 15 años. Te maldije, como lo he hecho
cada vez que tu guadaña diezma a los míos.
‒Desde
hace muchos años la parentela que me queda me visita sólo para mi cumpleaños y
de paso ayudar a montar la ofrenda. Cada año creen que será la última. Pero mi
Benjamín les ha advertido que al paso que vamos ellos colgarán primero los
tenis. Me parece oírlos hablar hasta por los dedos mientras preparan platillos tradicionales
y de moda, dispuestos a satisfacer gustos y gula, no tanto de los homenajeados,
que gozarán con la vista y el olfato cada vianda, sino de los vivos, que lo
harán con todos los sentidos.
‒Las
ofrendas en tu honor han sido efímeras obras de arte ataviadas con cartas,
fotos, libros, discos, juguetes y objetos personales que alimentan el espíritu
aquí y allá.
Micaela
camina a lo largo y ancho del dormitorio durante su recapitulación. Se detiene
para poner un disco. Las llamas de las velas bailan, se asoma a la ventana y
advierte que el papel picado de la ofrenda sigue el ritmo de la canción. ‒¿La
reconoces? Es Azul, de Lara. Me la
cantaba Juan. Sí, mi matrimonio fue arreglado pero de veras que lo amé, era tan
fuerte. Siempre me pareció ridículo que la tifoidea lo hubiera vencido a sus 25
años.
‒Es
una suerte de ironía haber nacido el 2 de noviembre. Entonces el país estaba
inmerso en revueltas, traiciones, hambre, ignorancia, muerte, desapariciones,
incertidumbre... «Eso no ha cambiado», dirás. Con todo, mis padres se ufanaban
de la cosecha de ese año. Mamá, embriagada por la euforia de que por fin se le
había logrado un hijo, bueno, hija, te propuso un pacto, «Parca Buena», te
llamó. Prometió que levantaríamos cada año de mi vida una gran ofrenda, siempre
y cuando no me tocaras. «¡Ay, madre, qué andas prometiendo!», le reclamaba. He
honrado su palabra, pero para la de este año no he movido un dedo, por más que
siempre me ha fascinado arropar con las hojas de maíz tamales de diversas
salsas y rellenos: rojos, verdes, de mole, chipilín, de dulce. Adoro el aroma
del piloncillo hirviendo en cazos de cobre, cuya miel lo mismo sirve para
disminuir el picor de los jalapeños rellenos de queso, picadillo y minilla, que
para la calabaza en tacha y los buñuelos. Me encanta participar en el alegre comadreo
de la gente de la cooperativa cuando prepara guisos de nopales y quelites,
arroz, romeritos, pollo en pipián y tortillas, mientras bebemos un traguito de
tequila, del que robamos a los difuntos.
‒Pétalos
de flores son esparcidos sobre las mesas y el camino que los difuntos
recorrerán. Cómo le gustaba a Antonio regalarme flores; era tan detallista como
idealista. No percibió el peligro de que la ciudad se devorara estas tierras,
que defendió con su vida.
Nunca
faltan las calaveras de azúcar, amaranto y chocolate. Los artesanos te
representan festiva. La gente cree que comemos calaveritas porque nos reímos de
la Muerte pero eso es absurdo ¿cuándo has visto reír a quien le arrebatas a un
ser amado?
‒Dicen
que las coronas de chile y sal alejan a los malos espíritus; debería haberlas
tenido cuando Manuel aceptó a su mejor amigo en la cooperativa. Yo sabía que no
era de confiar. No me escuchó. «Solo los amigos
traicionan, mi vida, perdóname», alcanzó a decir
poco antes de morir. Por suerte los demás cooperativistas no dejaron que el
pillo se saliera con la suya y aquí seguimos, cuidando la milpa, aprendiendo y
enseñando a los jóvenes.
‒Pero
basta de parloteo. Esta noche debo confesarte algo, amiga Catrina ‒se detiene y
susurra angustiada‒: me preocupa el rencuentro con quienes se me adelantaron. Muchos
murieron sin conocer qué había más allá de estas tierras, sin imaginar inventos
maravillosos; sin el alivio de los antibióticos; sin gozar de la palabra
escrita. Y hubo quien se fue sin disfrutar el amor, ni siquiera el maternal. ¿Quién
reconocerá a esta vieja seca como pasa, más o menos lúcida y con memoria de
elefante? ¿Qué voy a hacer cuando llegue a la región de la «vida» eterna? Dicen
que nos reímos de ti, pero realmente quien se burla eres tú. Carcajéate ahora
que sepas a qué le temo aún más: al rencuentro con mis tres difuntos maridos,
padres de mis hijos. ¿Qué voy a hacer cuando esté frente a esos santos varones,
a quienes juré amor eterno? Me aterra pensar que al traspasar la última
frontera te cobres el pacto. Me da miedo volver a perderlos y quedar sola, otra
vez y para siempre.
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