El día en
que lo ejecutaron a mí me salpicó con su sangre, pero él mismo fue quien
selló su destino. Hablaba demasiado y era malo para los negocios. Y esa
fue casi la única razón por la que sus “amigos” le escupieron a la cara
cuando cayó en desgracia. Es verdad que los más cercanos de sus
asociados permanecieron al margen; pero buscaron la manera de negar los
tratos que con él tuvieron.
Yo intenté advertirle. Le dije que no era buena idea llamar demasiado la
atención. Que admiraba su congruencia, pero debía ser menos
contestatario. Que sus seguidores se engañaban creyendo que él los
llevaría a una victoria militar y que no le perdonarían el saberse
equivocados. Le dije que él les importaba más que las cosas que les
decía. Pero no me escuchaba, tenía su mente emborrascada con nubes del
más allá.
Acabó creyendo en su propia leyenda; y para consagrarse me pidió que lo
denunciara. Hubiese merecido que yo no me moviera. Que me quedara mudo e
inútil como estatua de santo ¿Qué hubiera hecho él entonces?
Sin embargo, lo amaba y no podía dejar que su propia sangre lo
salpicara. Nadie más lo entregaría; ni los cobardes mercaderes del
templo, ni los sacerdotes del Sanedrín, ni los fariseos temerosos de la
eternidad. Se dice que él resucitó al tercer día, sus discípulos me
maldicen y discuten ahora quién fue el más cercano. ¿Pero él me amó
alguna vez? ¿Pensó acaso en mí? ¿Le importó mi suerte?... Ahora soy una
higuera seca en medio del invierno.
Por:
Escoto
Relato ganador del XVI Certamen Literario Juana Santa Cruz
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