miércoles, 29 de septiembre de 2010

Nosotros somos Dios, de Wilberto Cantón. Invitación al teatro


Mi amiga, la escritora y actriz Mónica Pavón, me envía esta invitación que comparto con los visitantes de esta Aldea:

Nosotros somos Dios de Wilberto Cantón (a cuyo elenco me acabo de integrar), se trata de una de las grandes joyas de la dramaturgia mexicana y, sin duda, la mejor obra que se ha escrito sobre la Revolución Mexicana, aunque es mucho más importante la parte humana de la trama: la forma en que aborda las relaciones entre padres e hijos, entre el poder y el pueblo, entre la familia y el Estado, así como "el Deber". Una puesta en escena de Hernán Producciones que vale mucho la pena y a la cual estoy muy orgullosa de haberme integrado.

La función es este sábado 2 de octubre a las 16:30 horas en el Teatro Wilberto Cantón de la SOGEM: José María Velasco 59 (a dos cuadras de Insurgentes y a una de Barranca del Muerto), Colonia San José Insurgentes, Delegación Benito Juárez, México D.F.

Reparto: Sergio Márquez, Andrés Gutiérrez, Fernando Estrada, Laura Jaimes, Mónica Pavón, Nacho Rodríguez, Martín Ledezma y Terence Strickman.
Dirección: Armando Hernán
Nosotros somos Dios

Escenario único

Los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX vieron crecer, en la Ciudad de México, un barrio—una "colonia," como aquí  se dice—representativa de la nueva burguesía, con pretensiones de aristocracia, que surgía al amparo del gobierno "porfirista": la colonia Juárez, imitación rastacuera y pintoresca de un "quartier" de París.
En los días que vivimos, esta zona ha perdido ya su carácter residencial; su paz fue destruida por la invasión del comercio elegante y su unidad arquitectónica por la construcción de numerosos edificios de arquitectura "funcional" que aprovechan, elevándose en altura, el creciente encarecimiento del terreno.
Pero en la época en que se desarrolla la acción de esta pieza (1913-1914), la colonia Juárez estaba en plena lozanía, sus casas (techos altos, ventanas esbeltas, fachadas de cuidadosa ornamentación rematadas por la típica, negruzca buhardilla parisién que esperaba en vano la nieve que nunca caía del clemente cielo); sus calles, que ya tenían hilos telefónicos y eran cruzadas ya por automóviles; su situación relativamente alejada del centro de una ciudad todavía pequeña y con aire provinciano, reverso de la brillante medalla que hoy relumbra orgullosa con sus seis millones de habitantes, sus larguísimas avenidas, sus viaductos, sus pasos a desnivel, sus jardines y sus fuentes; todo en ella hablaba de la riqueza de sus moradores y del "progreso" habido en treinta años de paz, progreso superficial y ficticio del que se beneficiaban unos cuantos privilegiados, cuya ilusión caería por tierra cuando la Revolución mostró la verdad de un pueblo oprimido, hambriento y colérico.

En la colonia Juárez—donde hasta la mexicanidad del apellido que ostenta fue traicionada al bautizar sus calles con nombres europeos: París, Havre, Berlín, Sevilla, Lisboa, etc.—estaba el "chalet" que construyó don Justo Álvarez del Prado, próspero abogado a quien recurrían nacionales y extranjeros cuando traían entre manos algún asunto que requiriera "influencias."

Don Justo tenía las mejores relaciones; las puertas de los palacios más estrictos se le abrían y en no pocas oficinas encumbradas tenía derecho de picaporte. Su fortuna nació y creció a la sombra protectora de don Porfirio, de quien se rumoreaba que no sólo era amigo sino pariente y hasta consejero; pero su despacho no decayó durante el "maderismo"; no sufrió en sus negocios reveses ni en sus bienes mengua.

Al llegar al poder el general Victoriano Huerta—después de los asesinatos de Madero y Pino Suárez—fue llamado a ocupar una cartera en el Gabinete Presidencial, en recompensa a los buenos oficios que realizó para el entendimiento secreto entre aquél y Félix Díaz, en los aciagos días de la Decena Trágica.

Lo que el espectador ve de la casa de don Justo es un salón interior muy amplio, alto de techos, las paredes tapizadas con papel de tonos sombríos, un gran arco al fondo comunica con un pasillo que a su vez tiene salida a la terraza (por el fondo también), al vestíbulo (por la izquierda). En primer término, a izquierda y derecha, sendas puertas.

Los muebles, de caoba y brocado, son los de rigor: sofá, sillones, sillas, jugueteros llenos de finas porcelanas; sobre una mesita hay un teléfono; en las paredes, retratos de familia, copias de cuadros académicos y un espejo en cuyo marco sonríen angelotes dorados. Al centro de la habitación cuelga un gran candil de prismas. En la ventana y en las puertas, cortinas de terciopelo.

Izquierda y derecha, las del espectador.

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2 comentarios:

Sergio Astorga dijo...

María Eugenia, ¿te acabas de integrar al elenco?. No seas tímida, cuéntanos más.
Sube el video. No nos dejes en ascuas.

Abrazo primera llamada.
Sergio Astorga

María Eugenia Mendoza dijo...

Jajaja. Soy más que tímida y no tengo nada de actriz aunque en casa no dejo de hacer teatritos.
Abajo del cartel dice: "Mi amiga Mónica me envía esta invitación que comparto con los visitantes de la Aldea"
Espero estar ahí antes de la primera llamada, instalada en una buena butaca, disfrutando la actuación del elenco, en el que está Mónica Pavón (no sale en la foto).
Van abrazos sin ensayo.