viernes, 20 de septiembre de 2013

Canastitas en serie, de B. Traven


En momentos en que se siente más la feroz cercanía de las grandes petroleras dedicadas a la extracción, refinación, distribución, especulación, explotación y saqueo de los recursos del país, con la complicidad de quienes se sienten y asumen sus dueños, me viene a la mente este cuento del misterioso B. Traven (Ret Marut, Traven Torsvan o Hal Croves). Así como Mr. Winthrop hacía sus cuentas y se saboreaba los miles de dólares que iba a ganar a costa del indio tejedor de canastitas, los vendepatrias tratan de convencer a quienes no dudan en llamar necios mexicanos, porque defienden el petróleo, sobre los beneficios que obtendrán si entran los extranjeros a explotar este tesoro nacional. 
Para leer el cuento completo, publicado en el libro Canasta de cuentos mexicanos, haz clic aquí.

Con la cabeza llena de humo llegó por la tarde al pueblecito de Oaxaca. Encontró a su amigo indio sentado en el pórtico de su jacalito, en la misma postura en que lo dejara. Tal parecía que no se había movido de su lugar desde que Mr. Winthrop abandonara el pueblo para volver a Nueva York.
—¿Cómo está usted» amigo? —saludó el americano con una amplia sonrisa en los labios.
El indio se levantó, se quitó el sombrero e, inclinándose cortésmente, dijo con voz suave:
—Bienvenido, patroncito, muy buenas tardes; ya sabe que puede usted disponer de mí y de esta su casa.
Volvió a inclinarse y se sentó, excusándose por hacerlo:
—Perdóneme, patroncito, pero tengo que aprovechar la luz del día y muy pronto caerá la noche.
—Yo ofrecer usted un grande negocio, amigo.
—Buena noticia, señor. Mr. Winthrop dijo para sí:
Ahora saltará de gusto cuando se entere de lo que se trata. Este pobre mendigo vestido de harapos jamás ha visto, ni siquiera ha oído, hablar de tanto dinero como el que le voy a ofrecer. Y hablando en voz alta dijo—: ¿Usted poder hacer mil de esas canastas?
—¿Por qué no, patroncito? Si puedo hacer veinte, también podré hacer mil.
—Tiene razón, amigo. Y cinco mil, ¿poder hacer?
—Por supuesto. Si hago mil, podré hacer cinco mil.
—¡Magnífico! ¡Wonderful! Si yo pedir usted hacer doce mil, ¿cuál ser último precio?
Usted poder hacer doce mil, ¿verdad?
—Desde luego, señor. Podré hacer tantas como usted quiera. Porque, verá usted, yo soy experto en este trabajo, nadie en todo el estado puede hacerlas como yo.
—Eso es exactamente que yo pensar. Por eso venir proponerle gran negocio.
—Gracias por el honor, patroncito.
—¿Cuánto tiempo usted tardar?
El indio, sin interrumpir su trabajo, inclinó la cabeza para un lado, primero; después, para el otro, tal como si calculara los días o semanas que tendría que emplear para hacer las cestas.
Después de algunos minutos dijo lentamente:
—Necesitaré bastante tiempo para hacer tantas canastas, patroncito. Verá usted, el petate y las otras fibras necesitan estar bien secas antes de usarse. En tanto se secan hay que darles un tratamiento especial para evitar que pierdan su suavidad, su flexibilidad y brillo. Aun cuando estén secas, deben guardar sus cualidades naturales, pues de otro modo parecerían muertas y quebradizas. Mientras se secan, yo busco las plantas, raíces, cortezas e insectos de los cuales saco los tintes. Y para ello se necesita mucho tiempo también, créame usted. Además, para recogerlas hay que esperar a que la luna se encuentre en posición buena, pues en caso contrario no darán el color deseado. También las cochinillas y demás insectos deben reunirse en tiempo oportuno para evitar que en vez de tinte produzcan polvo. Pero, desde luego, jefecito, que yo puedo hacer tantas de estas canastitas como usted quiera. Puedo hacer hasta tres docenas si usted lo desea, nada más deme usted el tiempo necesario.
—¿Tres docenas?... ¿Tres docenas? —exclamó Mr. Winthrop gritando y levantando desesperado sus brazos al cielo—. ¿Tres docenas? —repitió, como si para comprender tuviera que decirlo varias veces, pues por un momento creyó estar soñando.
Había esperado que el indio saltara de contento al enterarse que podría vender doce mil canastas a un solo cliente, sin tener necesidad de ir de puerta en puerta y ser tratado como un perro roñoso. Mr. Winthrop había visto cómo algunos vendedores de automóviles se volvían locos y bailaban como ningún indio lo hace, ni durante una ceremonia religiosa, cuando alguien les compraba en dinero contante y sonante diez carros de una vez.
A pesar de la claridad con que el indio había hablado, él creyó no haber oído bien cuando aquél dijo necesitar dos largos meses para hacer tres docenas.
Buscó la manera de hacer comprender al indio lo que deseaba y el mucho dinero que el pobre hombre podría ganar cuando hubiera entendido la cantidad que deseaba comprarle.
Así, pues, esgrimió nuevamente el argumento del precio para despertar la ambición del indio.
—Usted decir si yo llevar cien canastas, usted dar por sesenta y cinco centavos. ¿Cierto, amigo?
—Es lo cierto, jefecito.
—Bien, si yo querer mil, ¿cuánto costar cada una?
Aquello era más de lo que el indio podía calcular. Se confundió y, por primera vez desde que Mr. Winthrop llegara, interrumpió su trabajo y reflexionó. Varias veces movió la cabeza y miró en rededor como en demanda de ayuda. Finalmente dijo:
—Perdóneme, jefecito, pero eso es demasiado; necesito pensar en ello toda la noche.
Mañana, si puede usted honrarme, vuelva y le daré mi respuesta, patroncito.
Cuando Mr. Winthrop volvió al día siguiente, encontró al indio como de costumbre, sentado en cuclillas bajo el techo de palma del pórtico, trabajando en sus canastas.
—¿Ya calcular usted precio por mil? —le preguntó en cuanto llegó, sin tomarse el trabajo de dar los buenos días.
—Sí, patroncito. Buenos días tenga su merced. Ya tengo listo el precio, y créame que me ha costado mucho trabajo, pues no deseo engañarlo ni hacerle perder el dinero que usted gana honestamente. . .
—Sin rodeos, amigo. ¿Cuánto? ¿Cuál ser el precio? —preguntó Mr. Winthrop nerviosamente.
—El precio, bien calculado y sin equivocaciones de mi parte, es el siguiente: Si tengo que hacer mil canastitas, cada una costará cuatro pesos; si tengo que hacer cinco mil, cada una costará nueve pesos, y si tengo que hacer diez mil, entonces no podrán valer menos de quince pesos cada una. Y repito que no me he equivocado.
Una vez dicho esto volvió a su trabajo, como si temiera perder demasiado tiempo hablando.
Mr. Winthrop pensó que, tal vez debido a sus pocos conocimientos de aquel idioma extraño, comprendía mal.
—¿Usted decir costar quince pesos cada canasta si yo comprar diez mil?
—Eso es, exactamente, y sin lugar a equivocación, lo que he dicho, patroncito —contestó el indio cortés y suavemente.
—Usted no poder hacer eso, yo ser su amigo. . .
—Sí, patroncito, ya lo sé y no dudo de sus palabras.
—Bueno, yo tener paciencia y discutir despacio. Usted decir yo comprar un ciento, costar sesenta y cinco centavos cada una.
—Sí, jefecito, eso es lo que dije. Si compra usted cien se las daré por sesenta y cinco centavitos la pieza, suponiendo que tuviera yo cien, que no tengo.
—Sí, sí, yo saber —Mr. Winthrop sentía volverse loco en cualquier momento—. Bien, yo no comprender por qué no poder venderme doce mil mismo precio. No querer regatear, pero no comprender usted subir precio terrible cuando yo comprar más de cien.
—Bueno, patroncito, ¿qué es lo que usted no comprende? La cosa es bien sencilla. Mil canastitas me cuestan cien veces más trabajo que una docena y doce mil toman tanto tiempo y trabajo que no podría terminarlas ni en un siglo. Cualquier persona sensata y honesta puede verlo claramente. Claro que, si la persona no es ni sensata ni honesta, no podrá comprender las cosas en la misma forma en que nosotros aquí las entendemos. Para mil canastitas se necesita mucho más petate que para cien, así como mayor cantidad de plantas, raíces, cortezas y cochinillas para pintarlas. No es nada más meterse en la maleza y recoger las cosas necesarias. Una raíz con el buen tinte violeta, puede costarme cuatro o cinco días de búsqueda en la selva. Y, posiblemente, usted no tiene idea del tiempo necesario para preparar las fibras. Pero hay algo más importante: Si yo me dedico a hacer todas esas canastas, ¿quién cuidará de la milpa y de" mis cabras?, ¿quién cazará los conejitos para tener carne en domingo? Si no cosecho maíz, no tendré tortillas; si no cuido mis tierritas, no tendré frijoles, y entonces ¿qué comeremos?
—Yo darle mucho dinero por sus canastas, usted poder comprar todo el maíz y frijol y mucho, mucho más.
—Eso es lo que usted cree, patroncito. Pero mire: de la cosecha del maíz que yo siembro puedo estar seguro, pero del que cultivan otros es difícil. Supongamos que todos los otros indios se dedican, como yo, a hacer canastas; entonces ¿quién cuida el maíz y el frijol? Entonces tendremos que morir por falta de alimento.
—¿Usted no tener algunos parientes aquí? —dijo Mr. Winthrop desesperado al ver cómo se iban esfumando uno a uno sus veinte mil dólares.
—Casi todos los habitantes del pueblo son mis parientes. Tengo bastantes.
—¿No poder ellos cuidar su milpa y sus animales y usted hacer canastas para mí?

—Podrían hacerlo, patroncito; pero ¿quién cuidará entonces de las suyas y de sus cabras, si ellos se dedican a cuidar las mías? Y si les pido que me ayuden a hacer canastas para terminar más pronto, el resultado es el mismo. Nadie trabajaría las milpas, y el maíz y el frijol se pondrían por las nubes y no podríamos comprarlos y moriríamos. Todas las cosas que necesitamos para vivir costarían tanto que me sería imposible, vendiendo las canastitas a sesenta y cinco centavos cada una, comprar siquiera un grano de sal por ese precio. Ahora comprenderá usted, jefecito, por qué me es imposible vender las canastas a menos de quince pesos cada una.

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