Un trayecto temerario
© María Eugenia Mendoza Arrubarrena
Apenas alcanzó a treparse al micro. La pesada mochila, obviamente en la espalda, amenazaba con provocar un aterrizaje forzoso, por lo que ejerció un poco de presión con el hombro derecho para empujar al cuate del portafolio metálico que subió antes que él y así ascender del estribo. “Debe sentirse chido aventarse en paracaídas”, pensaba Braulio siempre que viajaba de esta forma, que era casi todos los días.
Una tonada familiar disipó su fantasía.
“Chin, es el Temerario, ahora sí ya se me hizo súper tarde”, un creciente terror lo va invadiendo al percatarse de que va a bordo del microbús conducido por ese hombre, que Braulio conocía como el Temerario, no nada más por su forma de manejar, rebasando a cuanto vehículo se interpone en su camino y frenando con secos amarrones en donde se le antoja, sino por su parecido con uno de los miembros de la banda grupera, cuya música siempre ambientaba el recorrido matutino.
El sentimiento de culpa por su tardanza para salir de casa se transforma en arrobamiento.
“Por suerte también a Lucía se le pegaron las sábanas”. Trata de avanzar hacia donde está la niña del 303, de la que está secretamente enamorado, cuando escucha la voz del Temerario, la del chofer.
–Atrás hay lugares, recórranse, recórranse todos. Tú no chula, tú tienes derecho a viajar en primera, arrímate pa’delante y hasta te dejo tocar la palanca.
Lucía, enfadada por la vulgaridad del chofer hace como que acaba de descubrir a Braulio y lo llama insistentemente para que se acerque a ella.
Ni tardo ni perezoso, el muchacho se abre paso entre los pasajeros hasta que llega a su lado.
El suspiro de alivio de Lucía es interpretado por Braulio como una señal de agrado, en esos momentos pasa por alto el fastidio que le provoca viajar todas las mañanas en la apestosa lata de sardinas rodante.
“Tal vez la busque durante el descanso largo para platicar”, piensa mientras aspira el tenue perfume a cereza que despide el cabello recién lavado de la adolescente.
Ninguno dice nada, pero, de repente Braulio gira la cabeza ligeramente a la izquierda y horrorizado ve una amenaza inminente, materializada en una chavita, como de siete años, peinada de coletitas relamidas, que siempre, nunca le falla, vomita el licuado de plátano con leche y lo que probablemente, antes de iniciar el interrumpido paso por el tracto digestivo, era un bolillo (la primera vez que se topó con ella recibió el asqueroso contenido revuelto del estómago de esa escuincla, por eso sabía de lo que hablaba). Su mamá, de la niña, una flaca malencarada que sólo abre la boca para regañar a la pobre vomitona, trata de abrirse paso para ganar un asiento de ventana que acaba de desocuparse, probablemente con la esperanza de que el aire fresco impida lo inevitable.
Jaló bruscamente del suéter a Lucía, justo en el momento en que uno de los viejitos que llevan a sus nietos a la primaria, que está a dos cuadras, recibe el susodicho “baño de vómito”.
–De la que me salvaste, gracias Braulio -le dice al oído, mientras ella misma contiene las náuseas que le provocó la escena descrita-. Y dices que siempre que la ves vomita, pregunta curiosa, asqueada y compungida.
–Sí, quizá su mamá la esté entrenando para ser bulímica, igual que ella –se arrepiente un poco de lo dicho, y para cambiar el tema agrega– si el “Temerario” le acelera tantito más alcanzamos a llegar antes de que cierren la reja.
–¿El Temerario, quién es el Temerario?
–El chofer, fíjate en el galán, ¿a poco no se parece a uno de los de la banda, ésos que son hermanos, tú sabes cómo se llama? Sin esperar respuesta, agrego, además, siente cómo se va abriendo paso, temerariamente, entre otros micros, trolebuses y carros particulares.
Lucía lo observa y suelta una sonora carcajada, al percatarse de que su amigo tiene razón. Sin embargo, cuando siente la insidiosa mirada del chofer, reprime la risa y se dirige a su compañero.
–¿En dónde te subiste? – pregunta como para, ahora sí, iniciar una conversación.
–Una antes del Viaducto. ¿Y tú?
–En la esquina de la Calle Cuatro con Eje Tres.
–¿A poco somos vecinos? –pregunta Braulio, como si no supiera exactamente el color del portón del edificio, el número del departamento y el color de las cortinas de la que él supone es la recámara de Lucía.
–¡Qué coincidencia! –se limita a decir la chica.
Lucía comienza a cantar la pegajosa canción que inunda el micro. Su bien entonada voz es apenas perceptible para Braulio y algunos de los pasajeros más cercanos. Los dos se miran y sonríen.
El recorrido no sólo se hace más agradable sino prometedor, en una de ésas hasta se atreva a abrazarla, como para protegerla. Fantaseando con esa posibilidad, se percata que a unos pasos de ellos, una mujer bien arreglada, cualquiera pensaría que es secretaria de un abogado o de un contador, mete la mano en la bolsa del saco del barbón que va medio dormido recargado en uno de los tubos cercanos a la puerta trasera. El pobre no se da cuenta de nada y aunque Braulio hace como que se va a caer, en un intento para alertar al hombre, la mujer ya tiene la cartera y aprovecha la parada para bajar rápidamente, seguida de un tipo, ése sí con facha de atracador, que viaja detrás de ella.
La fría mirada de la mujer impide a Braulio hacer cualquier otro movimiento. Con la esperanza de que los ladrones sólo tomaran el dinero de la cartera del señor y la tiraran más adelante, Braulio se atreve a decirle lo que acaba de ocurrir. El pobre hombre toca el timbre desesperadamente para hacer la parada del micro y aterriza de angelito cuando éste todavía está en movimiento.
–Te arriesgaste mucho, Braulio, ¿qué tal si esos rateros, que obviamente forman parte de una banda, ya te echaron el ojo y te hacen algo para vengarse?
–¿Tú crees que se hayan fijado en mí? De todas formas yo no hice nada en frente de ellos, pero aunque no les tengo mucho miedo, por las recochinas dudas voy a tener que venir en Metro los próximos días, si quieres paso por ti mañana temprano, pues seguro pensaron que vienes conmigo, no vaya a ser que quieran tomar venganza también contigo.
Braulio echa un vistazo a su reloj, todavía faltan como seis cuadras y ya van a dar las siete. “Ojalá al Sandi se le haya hecho tarde también y la señora Marichuy sea la encargada de cuidar la puerta de entrada y revisar las mochilas, ella siempre nos da unos minutos de tolerancia”, pensó, mientras “enviaba” un mensaje telepático al Temerario para que se pasara los próximos altos y le hiciera honor a su nombre.
–¿Estudiaste para el examen de literatura? –pregunta Lucía, quien también tiene cara de susto por la hora.
–Simón. La neta, a mí sí se me da todo lo que sea verbo y lengua. Pa lo que nomás estoy negado es pa los números, contesta, tratando de hacerse el chistoso.
–La verdad –confiesa Lucía– a mí me dan flojera muchos de los textos que tenemos que leer a fuerza. Si por mí fuera, escogería obras más actuales, más cercanas a nuestros intereses, mi hermano me dice que Fadanelli se la rifa. De los autores mexicanos y latinoamericanos que estamos leyendo los únicos que realmente me enganchan son Serna, Benedetti y Restrepo, pero ellos no vienen en el examen de hoy.
“¿Fadanelli, Serna, Restrepo?, tengo que ponerme a estudiar si quiero ligarme a esta chava”, pensó Braulio.
–Mira, fíjate en esa pareja de abuelitos. Ahorita ella va a sacar algo de la red, quizá un tamal o una quesadilla y se la va a dar a su amorcito.
–Parece que conoces a todos los que vienen en el micro –dice Lucía, mientras comprueba lo que le acaba de decir su amigo.
–¿Qué quieres?, soy observador, tal vez algún día sea sociólogo o periodista o investigador privado, aunque sea de ésos que estudian por correspondencia...
¿Ya te fijaste en el tipo del fondo? –pregunta ella, como para demostrar que también es observadora–. Ese cuate calvo del traje lustroso, no nos ha quitado la vista de encima, se nos queda viendo y toma notas. ¿Crees que él también esté haciendo un estudio sociológico, no sé, quizá sobre estudiantes de secundaria que viajan en micro?
–¿Cómo crees, para qué?, nosotros ni a quién le importemos.
Braulio toma la mano de Lucía y no contento con tocar el timbre, grita a todo pulmón. –¡Bajan, Temerario, bajan!
–Órale pinche escuincle, espérate a que lleguemos a la parada.
Ciudad de México, 2010